Cuando se vive un duelo solemos recordar diariamente (o casi) a la persona que amamos y murió. Y los sentimientos que provoca el recuerdo varían. Pero hay fechas en las que no sólo es inevitable recordar, sino que los sentimientos se mezclan, se superponen, se mueven caóticamente. Como los días de muertos.
En muchos lugares de México esos días son casi sagrados. Y aunque hay variaciones significativas en cada región, en general les une el colorido, la algarabía, la fiesta.
Se erigen altares en las casas y en espacios públicos. O se realizan procesiones por las calles. O se acude al cementerio. O todo junto. Eso sí, sea cual sea el lugar se adorna con papeles de colores. Es todo, menos lúgubre.
Asimismo, se cocinan guisos especiales y las familias se reúnen. Es, en realidad, una auténtica celebración, porque en México se parte de la creencia que esos días -1 y 2 de noviembre- las personas que murieron regresan a visitarnos, y debemos recibirles como se reciben las visitas amadas: con alegría y con su comida favorita.
Yo aprendí a disfrutar enormemente esas fechas gracias a la familia de mi esposo. La visita a Campeche, que es donde viven, era (antes de la pandemia) obligada. En casa de mi cuñada Socorro se preparan los pibipollos, un típico guiso de la Península de Yucatán para estas fechas.
Es como un enorme tamal a base de masa, relleno de pollo (o gallina), cerdo, cebolla, chile dulce, pimientos, tomate, xpelón (que es un pequeño frijol), axiote, entre otros ingredientes. Envuelto en hojas de plátano, se hornea en horno convencional, o bajo tierra.
En casa de Soco sólo los preparativos eran fiesta. Porque participa casi toda la familia: cortando, amasando, deshebrando, limpiando las hojas de plátano en las que será envuelto; o simplemente conversando con quienes preparan el Pib y se mueven como en un ritual largamente aprendido.
Ir a casa de mi familia política en Días de muertos también era memorable, porque después de comer, jugábamos lotería campechana. Hemos vivido momentos muy felices en esas visitas.
Hasta que mi hijo murió, y su foto ocupó el lugar central del bello altar que cada año monta mi cuñada con mucho esmero y amor.
Ocupar el lugar central es un acto de enorme amor. Es la manera en que la familia le concede el lugar de honor de entre todas las personas amadas que han muerto.
Pero lo cierto, también, es que su ausencia nos pesa más que ninguna. Porque fue un hijo, un hermano, un nieto, un sobrino, un tío, un primo muy amado.
Pero la celebración es obligada. Ahí en el altar se coloca un gran pedazo de pibipollo para él, un ojo rojo (cerveza con clamato) y varias otras delicias que él, mi suegro, mi suegra y todas las personas que figuran en ese altar disfrutaban.
Alex gozaba muchísimo esos viajes. Le encantaba comer el pibipollo de su tía. Muchas veces ayudó a prepararlo. Y jugar lotería con primas, primos, tías, sobrinas, sobrinos, era una de sus actividades favoritas. Recordamos sus bromas y su risa desparpajada.
Todos los días extraño a mi hijo, pero en esos días todos los sentimientos se tropiezan sin control. Sin duda, lo extraño más.