Lejos se ven los tiempos de las manifestaciones en el Zócalo, en la Cámara de Diputados, en la casa presidencial exigiendo el derecho al voto de las mujeres. Sí, desde la cima de la Paridad, se ven lejos. Y, sin embargo, no hemos tirado suficiente lastre.
¿Cuál lastre?
Hay que recordar que, a lo largo de la historia, los hombres se adueñaron del poder y de todo lo relacionado con el espacio público; y dejaron a las mujeres encargadas de casi todo lo relacionado con el espacio del hogar. Por las buenas o por las malas.
“Por las buenas”, se incluían consignas como “calla, obedece y sirve” (a los hombres que estuvieran a su alrededor), “agrada y sonríe” (a todo mundo).
Por las malas, reformas legales que establecieron la subordinación de las mujeres, y la argumentación de nuestra inferioridad, al punto de considerar que ni siquiera éramos humanas.
No obstante, y bajo esas camisas de fuerza, los movimientos sufragistas consiguieron el voto en casi todos los países de Occidente.
En México lo conseguimos un 17 de octubre de 1953. Conseguir igualdad de condiciones para ser postuladas y ser electas ha sido otra larga historia que, en México, pasa por las cuotas de género (1993-2008), la sentencia 12624 (2011), la Paridad constitucional (2014), jurisprudencias por paridad vertical y horizontal (2015), y Paridad en todo (2019).
Somos, hasta ahora, el único país que en su Constitución garantiza legalmente la Paridad en todos los cargos, por elección y por designación. Es como haber subido una gran montaña. Llegamos a una cima, y desde aquí se mira otro horizonte. En la Cámara de Diputados, el Senado y en casi todos los Congresos estatales hay paridad. Hay más alcaldesas que nunca. Y, por primera vez en la historia, nueve mujeres gobiernan al mismo tiempo distintas entidades de nuestro país.
No obstante, se construyen abismos a cada paso, y también se ha hecho evidente que hay piedras que se colocan en nuestra mochila. El lastre que cargamos son los prejuicios de lo que deben ser y hacer las mujeres. Mujeres del siglo XXI que deben cumplir con expectativas
“modernizadas” del siglo XVIII.
Se espera, por ejemplo, que las gobernadoras luzcan siempre impecables: maquilladas, peinadas y vestidas con elegancia y discreción. Nada de repetir un mismo vestido. Zapatos de tacón alto,
por supuesto, aunque cueste más trabajo caminar. Nada de gestos adustos. Sonrisas y amabilidad por delante. Ser sensibles, pero no llorar, eso es signo de debilidad. Las órdenes deben parecer
sugerencias. Las exigencias, peticiones. La castidad y fidelidad no son opcionales. Deben trabajar el doble, demostrar que merecen estar ahí.
Nada de horarios para estar con la familia, nada de descansar. ¡Ah!, y les corresponde salvar a la patria.
Pensemos: si esas exigencias se colocaran en los señores, ¡hace tiempo que habría gobiernos acéfalos!
Debemos quitar ese lastre en la mochila de las mujeres. Dejar de medirlas con una vara distinta a la que se mide a los señores.
Cuando una mujer gobierne mal y no por ello sea más severamente cuestionada o castigada que un hombre que gobierna mal, entonces, y sólo entonces, sabremos que hemos quitado el lastre de las mochilas de las mujeres. Sabremos que estamos construyendo igualdad.
www.cecilialavalle.com [email protected]
@cecilavalle