No pregunté su nombre, aunque bien podría llamarse Lupita. Y bien podría ser mexicana, aunque en realidad es peruana. Para efectos prácticos da igual, porque su historia debe ser la de muchas.
Bajita, no más de 1.60 metros de estatura. Regordeta y de piel morena clara, como la mía. Con una edad imprecisa. Quizás entre 18 y 20, aunque todo en ella parecía infantil. Vestía unos pants y una chamarra deportiva color rosa pálido. Tenis blancos nuevecitos con brillantina rosa intenso encima. Sobre la cabeza, una diadema de la que sobresalían dos orejitas de gato. Como equipaje de mano una bolsa color dorado, que parecía de su mamá, y un cansancio que le pesaba como ancla de barco.
Fue mi compañera de asiento en el vuelo México-Lima. Yo iba a impartir un taller a candidatas de Perú, y ella regresaba de un suplicio. Aunque eso lo supe después, porque a lo largo de seis horas de viaje apenas si nos dirigimos los saludos de cortesía. Pero, de nuevo coincidimos en la fila de migración. Y ahí fue que realmente la vi por primera vez.
¿Viene de paseo?, pregunté más por cortesía que por querer iniciar una conversación a la 1 de la mañana.
Y de corrido, casi sin pausas, me contó su historia.
Estoy viajando desde hace como cinco días. Fui a España, pero me detuvieron en migración. Me pedían un papel qué dijera quién me había invitado, pero nadie me invitó, yo iba a pasear, tenía todo pagado: mis pasajes y hotel, pero no creyeron que pudiera tener ahorros porque soy empleada doméstica (eso nadie lo creería, pensé). Y me regresaron a México, ahí estuve un par de días, hasta que me metieron en este vuelo para regresar a mi país. Lo peor fue que me esposaron como si fuera criminal. Eso y las cucarachas que había en México. ¿¡Cucarachas?! Sí, muchas. Estaban por todas partes, unas chicas como güeras. Y había mucha gente en ese cuarto, ya nada más las espantaban, a lo mejor se cansaron de matarlas. Cuando saqué mi chamarra del lugar donde me dijeron que la podía poner, tuve que sacudirla varias veces porque estaba lleno de cucarachas (casi ofrezco disculpas; eso de sentir que mi país es la “casa grande” tiene sus inconvenientes). No me trataron mal (salvo ser esposada y las cucarachas, pensé). Lo bueno es que ya llegué. Y no me vuelvo a ir nunca más.
En eso llegó su turno y nos despedimos brevemente. Me quedé mirándola. Y no pude evitar pensar que, en efecto, tenía toda la apariencia de inmigrante ilegal. Pensé también que, quizás, había sido muy afortunada al ser deportada, porque la Trata tiene altos índices de captura en nuestra región y entre mujeres pobres. Y pensé, asimismo, que acaso lo que más le pesaba a esta joven mujer, no eran los días de viaje y el maltrato, sino que había perdido las esperanzas de un futuro distinto.
La ONU afirma que las mujeres representan casi la mitad de los 244 millones de personas que migran en el mundo para escapar de la pobreza o de los conflictos.
Lupita vendrá a mi recuerdo cuando hablen de mujeres migrantes, aunque ese no sea su nombre.
22/CL