¿Qué se necesita para volar? La respuesta obvia sería: alas. Pero la vida me ha enseñado que eso no es cierto.
La idea de crecer y ser independiente, en el ser humano se asocia más con las aves que con cualquier mamífero, clase de animales con los que se asocia la especie humana.
No sé por qué, pero así es. Solemos hablar de que “es hora de volar”, del “nido vacío”, o de que han regresado “al nido”.
Yo a menudo hablé de forjar alas en mi hijo e hija. Cuando comenzaron a estudiar fuera de casa solía decir que empezaban a probar sus alas. Y cuando el estudio o el trabajo les llevo más lejos, dije que era hora de comenzar a volar alto.
Traigo esto a cuento porque, como un regalo de la vida, estoy viendo volar a cuatro jóvenes mujeres que empiezan su tercera década: Mi hija y tres sobrinas.
Las cuatro tienen alas que cuidadosamente se forjaron a base de dotarlas de las mejores “plumas” a nuestro alcance y todo nuestro apoyo.
Pero ahora que las veo, escalando distintas montañas, surcando cielos nuevos y desconocidos para ellas, aprecio con claridad que para volar se necesitan mucho más que alas.
Se necesita vencer el miedo. ¿A qué? A muchas cosas, pero sobre todo a caerse, a fracasar. No es poca cosa, en especial para esta generación en la que el éxito y el fracaso -cualquier cosa que entendamos por ello- se multiplica por millones en las redes sociales.
Y para vencer el miedo se necesitan dosis importantes de osadía. Es decir, requiere arriesgarse.
En la vida todo es incertidumbre, la vida misma lo es; por eso, imagino, creamos rutinas, para darle algo de certezas al día a día. Pero cuando volamos, la única certeza es que no hay certezas. Podemos más o menos hacer preparaciones, cálculos, pero nada está garantizado.
Arriesgarse requiere valor, una especie de valor que Brené Brown llama “vulnerabilidad”.
La vulnerabilidad, dice Brown, es tener el valor de exponerse con la cabeza y el corazón cuando no tenemos el control sobre el resultado.
Y tengo edad suficiente para saber que, cuando hacemos eso, podemos caernos estrepitosamente, salir con heridas de distinta magnitud, y, claro, también puede salir todo de maravilla, podemos triunfar, tener éxito.
Pero la clave se encuentra en que, cuando nos exponemos, cuando somos capaces de ser vulnerables, podemos sacudirnos el polvo, lavar y curar las heridas, aprender de esa experiencia, levantarnos y arriesgarnos de nuevo.
Así pues, veo con inmensa alegría y emoción a mi hija Talía arriesgándose a poner una cafetería, cuando hasta hace poco ella prefería el té y en mi familia nadie sabe de eso.
Veo expandirse la tienda de trajes de baño que puso mi sobrina Mariel con su mamá, mi cuñada Roxana, y que comenzó casi como un hobbie y un proyecto escolar.
Veo a mi sobrina Carolina, con un negocio en crecimiento dedicado a organizar eventos, y estrenarse como mamá (acaso una de las aventuras que más vulnerabilidad requieren).
Y veo, a la más chica de todas, Estefanía, hacer maletas, tomar un avión, y vivir en la gran ciudad para escalar otros escenarios -literalmente-. Es cantante.
Las cuatro surcan nuevos cielos. Las cuatro se arremangan el miedo, se arriesgan, expanden alas y vuelan.
Y desde donde me encuentro ahora, el espectáculo es majestuoso.
23/CL