No es extraño hablar de brechas generacionales. Cada generación ha sentido la distancia más o menos amplia con respecto a la otra. Pero en fecha reciente noté una que, hasta hace poco no parecía brecha, si acaso una grieta, y sí que me ha sorprendido.
He de confesar que yo francamente me divierto cuando sale a relucir que si ahora los jóvenes son o hacen tal o cual. Y, claro, casi siempre la conversación es en tono de queja o descalificación; y siempre la inician los que están del lado “antiguo” de la brecha.
Y me divierto porque recuerdo a mi padre y a mi madre haciendo eso conmigo o con mis hermanos. Criticando nuestro modo de vestir, de hablar, “eso no es música -decía mi padre rascándose la cabeza”, mientras oíamos a Queen (a todo volumen, por supuesto).
Además, él y ella también vivieron las críticas por las novedades de su época. A mi madre, por ejemplo, le correspondió retar con pantalones “tipo pescador” a su familia. Y ni qué decir del uso de píldoras anticonceptivas.
Pero en todas esas épocas, algo que casi no había cambiado eran las formas, las maneras, de tratar a una o un recién nacido. Eso se transmitía entre mujeres de generación en generación, casi sin cambios.
“Hacer taquito”, dormir boca abajo, la forma de sacar el aire después de amamantar o dar biberón… mil y una enseñanzas no se modificaron mayormente ni con la invención del pañal desechable (que en mi familia a mí me correspondió defender).
Pero ahora observo cambios sustanciales alimentados, algunos, por nuevos descubrimientos a los que ahora puedes acceder en un clic; otros, por la presencia cada vez mayor de padres que se involucran y hacen las cosas de otro modo; y algunos más que a mí me huelen a un sistema patriarcal que busca cómo mantener más tiempo a las mujeres pegadas a sus crías.
Como sea, por vez primera escucho a mujeres de mi generación que, como abuelas, hablan con horror o asombro de eso que ahora hacen las madres jóvenes y que ni nosotras ni tres o cinco generaciones atrás hicieron.
Una joven amiga, por ejemplo, está llevando a natación a su bebé de escaso mes y medio. Me muestra la fotografía en la que ambas están en la alberca y un maestro con un muñeco en brazos muestra los movimientos a realizar.
Mi amiga y su hija se ven felices. Pero a la abuela casi le dio el patatús.
A otra joven amiga, su madre le hizo un drama cuando decidió salir al super con su hijo de un mes “¡No has pasado ni la cuarentena!”, gritó. (Aclaración para las jóvenes madres: antes no podíamos ni asomarnos a la ventana hasta pasados 40 días. ¡Yo, lloraba!).
“¡Olvídate de la tinita, ahí en el lavabo lo bañan!”, dijo una. “Peor, exclamó otra, ¡el papá se mete a la regadera con la hija!, es que le va a dar algo!”. “¡Lo duermen boca arriba!, dónde se ha visto eso”. “Nada de taquito, ahora resulta que se restringe su sensación de libertad”.
Y yo, acaso porque no me ha llegado ese turno, miro con asombro y orgullo algunas de esas osadías. Todo cambia, me digo. Y hay que fluir con el cambio.
De todas maneras, honestamente, eso de ser madre, o padre, requiere enormes dosis de osadía, improvisación e intuición.
23/CLT