Este es un extracto de las reflexiones que compartí el pasado mes de junio con lectoras y lectores de Siglo Nuevo.
A cierta edad corremos el riesgo de caer en muchas tentaciones. Y no me refiero a las que desde las religiones se consideran pecado (esas que cada quien y su conciencia lo resuelvan). Me refiero a las que son propias de “cierta edad”.
¿Cuál es esa cierta edad?
Tercera fase, le llama la psiquiatra Jean Shinoda Bolen. Tercer acto, le llama la actriz Jane Fonda. Tercera base, como en el beisbol, la nombré yo en algún artículo.
En general podemos decir que es una etapa que comienza a los 50-55 años, cuando empezamos a tener conciencia de nuestra vejez, y termina con nuestra muerte.
Y, contrario a lo que se cree, ¡vaya que en esta etapa se tienen muchas tentaciones! Yo les contaré de algunas en las que procuro no caer.
En principio evito caer en la tentación de querer ser (o parecer) siempre joven. Es decir, de no aceptar que empiezo a ser una mujer vieja.
Es todo un desafío en una sociedad que se ríe de la muerte pero le molesta la vejez. Incluso la palabra “vieja” se utiliza de manera despectiva.
Asimismo, es toda una provocación en una época en la que social y culturalmente se exige que seamos eternamente jóvenes (o que lo parezcamos, aunque en el camino quedemos como momias en serie).
¡Me niego! Soy una mujer de 58 años. No tengo ninguna cirugía plástica ni botox ni nada parecido. Y reivindico mi derecho a ser una mujer vieja. Más aún, reivindico mi derecho a que ser anciana se asocie con belleza, bienestar, sabiduría.
En sentido contrario, también evito caer en la tentación de creer que ya es hora de atracar en puerto seguro.
Por donde miro aprecio que hay muchas personas en la tercera fase de su vida, llenas de planes nuevos, de sueños. Es más, llenas de primeras veces.
Les comparto algo que escribí en mi diario a los 51 años:
“Estoy en el aeropuerto a punto de iniciar una nueva aventura. Voy a Cuernavaca a dar el primer taller de empoderamiento para mujeres empresarias. Un taller que yo diseñé y para el que escribí un manual. Nunca lo había hecho. En realidad, desde hace cinco años llevo varios “nuncas”. No sé a quién se le ocurrió que a los 50 comenzaba el declive. Yo apenas agarro vuelo”.
Por todas partes veo mujeres y hombres de 60, 70, 80 años “agarrando vuelo”.
Mi madre, por ejemplo, a sus 81 años, acaba de tomar la decisión de vivir sola.
Nunca lo había hecho.
Como prescribían las costumbres de la época, vivió con mi abuela hasta que contrajo matrimonio. Estuvo casada 50 años (felizmente casada, me corregiría mi mamá). Tras la muerte de mi padre se quedó con mi hermano Alberto y su familia. Pero hace un par de meses dijo: “quiero vivir sola”. Y más tardó en decirlo que en buscar casa, mudarse, decorar su nuevo hogar, colgar sus cuadros favoritos donde le dio la gana y descubrir lo que yo ya sabía: que ella es tan buena compañía para los demás como para sí misma.
Mi madre inicia una nueva aventura. Y como ella dice: “Lo que dure, ¡valdrá la pena!”
Y, en efecto. Como todas las buenas aventuras. Lo que duren, vale la pena.
Tengo otro par de tentaciones en las que evito caer. Pero se las cuento en la próxima entrega.