Las clases comenzaron. Casi como si no pasara nada. El problema es que sí pasa. De modo que el precio a pagar será muy alto.
Y no me refiero a lo que implica para millones de personas que carecen de Internet y de computadoras. Asunto que abrirá de manera muy grave la brecha educativa, económica, social. Me refiero a otro aspecto, acaso menos visible.
Hay chistes, memes. Pero hay quienes no se ríen en absoluto. El regreso a clases ha representado un desafío de enormes proporciones que supera con mucho la buena voluntad, la capacidad de planeación y organización de millones de familias.
Pero este caos, con apariencia de orden y nombrado “nueva normalidad” apenas si se nota, porque se lleva a cabo entre las paredes de los hogares de nuestro país.
¿Quiénes cargan este peso?
Sin duda sobre todo las mujeres, sobre cuyos hombros se han puesto, a lo largo de la historia, el peso de las tareas del hogar y de cuidados. Pero, desde luego, también ya hay en estas filas muchos hombres, incluso algunos que, por diversas razones, son padres solos.
Entonces me pregunto, ¿cuántas mujeres ya deben regresar físicamente a su trabajo?, ¿cuántos hombres? Si son madres o padres solos, ¿quién se supone que se quedará con sus hijas e hijos mientras toman clases virtuales?
Si trabajan desde casa, ¿cómo deben ajustar sus horarios laborales a los escolares? ¿Siquiera pueden hacerlo?
Si son docentes, ¿cómo ajustan los horarios de las clases que deben impartir, con los variados horarios escolares de sus hijas e hijos?
En mi familia cercana y lejana hay varias maestras y madres que están despellejándose –casi literalmente- por hacer estos malabares.
Me pregunto si calcularon eso desde los escritorios del poder.
Me pregunto si calcularon que, además del aumento en los gastos familiares (luz, material de clases, capacitación para aprender a ser más eficiente en las nuevas tecnologías) pagarán el precio que el exceso de trabajo y estrés les cobre.
Y voy a ir más allá. Cuántas de esas madres y padres están en duelo, porque con esta pandemia perdieron a un ser amado. Acaso su familia se rompió y, aun así, deben trabajar porque ahora más que nunca requieren de su salario, y atender a las clases de sus hijas e hijos. ¿Alguien se ocupa de esta sobrecarga emocional?
¿Algún maestro o maestra recibió terapia para poder hablar de sus pérdidas antes de entrar a clases? ¿Alguna autoridad pregunto siquiera si alguien de su comunidad escolar necesitaba ayuda?
¿Y las niñas y niños en duelo? ¿Algún maestro o maestra fue capacitada para hablar con su alumnado de muerte, dolor, pérdidas en los primeros días de clase?
Yo tengo la impresión de que ninguna autoridad pensó en eso; o, en todo caso, desde el poder dijeron: “hay que seguir como siempre cueste lo que cueste”.
Y entonces, estamos ante la clase más gigantesca de simulación social que hayamos tenido nunca.
Mucho me temo que el precio será muy alto para millones de personas en lo individual, pero también socialmente. Porque no se pueden poner cargas extremas en millones de personas y pensar que no pasará nada. No se puede acallar, minimizar, ignorar el duelo y creer que no pasará nada.
Nada es como antes. El problema es que, en mi opinión, hacer como si no pasara nada, hace que el ahora sea peor que antes, y el después…