Le lanzó la pregunta como si hablaran del clima o del desayuno de la mañana. Pero no era una pregunta trivial. Aunque lo pareciera.
Hace unos días tuve el gusto de estar presente (virtualmente, que es el modo de estar presente ahora) en la ceremonia de titulación de Erika, una joven a la que en mi familia queremos mucho.
Mi hija y ella se conocieron cuando tenían escasos dos años de vida. Entraron casi al mismo tiempo a una pequeña escuela que tenía un área donde trabajaban poco más o menos lo que ahora llaman “estimulación temprana”.
Pronto se hicieron amigas. Tengo una fotografía de ellas pintando con las manos algo, además de su cara y cuerpo, quiero decir. Estudiaron juntas preescolar, primaria y secundaria; e incluso Erika vivió en nuestra casa varios meses, en lo que su padre y madre regresaban de un viaje de estudios.
Luego, porque así es la vida, siguieron queriéndose mucho, pero tomaron caminos distintos a partir de su ingreso al bachillerato. Paradójicamente, porque así es la vida, cuando ellas “más lejos” estaban, su madre y padre, mi esposo y yo nos convertimos en muy cercanos amigos. Hasta el sol de hoy. Por eso fuimos parte de los “familiares” que pudimos presenciar su titulación, tan anhelada como postergada por causas no imputables a nuestra Erika.
Fue una ceremonia que, pese a la frialdad que acompaña las plataformas virtuales, llevaron con alegría y calidez las dos maestras responsables. Una de ellas en particular le hizo preguntas muy interesantes, por ejemplo, “como te preguntan en el supermercado, ¿encontraste todo lo que buscabas?”
También le preguntó por su crecimiento tras el paso por la Universidad, sus aprendizajes en la pandemia, lo que espera del futuro. Y de pronto lanzó la pregunta, que a mí me puso de frente en un portal que me llevó directo al pasado. “¿Qué le dirías a tu yo del pasado cuando entró a la Universidad?”
Vi con mucha claridad a la Cecilia de 19 años, con sus pantalones de mezclilla, botitas de gamuza, suéter blanco y una mochila al hombro que llevaba una carpeta de argollas tamaño carta, un par de plumas y esa mezcla de miedo y energía vital que provoca encontrarse frente a un mundo nuevo.
Comencé a caminar con ella. Percibí su asombro y alegría al entrar a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sentí también lo fuerte que palpitaba su corazón y el fingido aplomo con el que buscaba ubicar su salón entre el mar de jóvenes que iban y venían con apuro.
Me paré frente a ella y la abracé. Todo va a estar bien, le susurré al oído. Harás muy buenas y queridas amistades. Algunas te durarán toda la vida. Otras, sólo lo necesario. Tendrás muy buenas maestras y maestros, que te enseñarán lo que te servirá en el resto del camino: a reflexionar, a cuestionar, a documentarte antes de hablar, a argumentar, a observar, a escuchar. Todo estará bien.
Cuando me alejé, mi Cecilia de 19 años seguía buscando su salón, y vi cómo se acercaba Pablo, quien sería uno de sus mejores amigos durante muchos años.
Yo me quedé con el corazón alegre y tuve tiempo de escuchar a mi Erika responder: “Uff. Pues le diría, relájate, disfruta, todo va a estar bien”.