¿Cuál es el día más feliz para una mujer?, me preguntó un señor que esperaba… ¡vaya usted a saber qué esperaba!, lo que sí sé es que no esperaba que yo contestara: “el día en que gana la elección“.
Desde luego podría haber iniciado mi respuesta con otra pregunta: ¿Cuál mujer? ¿Una mujer como yo, de 60 años? O una mujer como mi hija en sus mejores 30. ¿Una mujer que vive en África? O una mujer que vive en Noruega.
Incluso, si sólo nos centramos en las mujeres mexicanas, mi pregunta sería la misma, ¿cuál mujer?, ¿una que vive en Torreón o en Guerrero, ¿en qué comunidad exactamente?, ¿de qué edad?, ¿en qué condiciones vive?
Porque lo cierto es que no existe eso que se ha llamado como “la” mujer. No somos una sola. No somos idénticas, ni siquiera a nosotras mismas a lo largo de los años.
La idea de mujeres como idénticas tiene larga data. A diferencia de la consideración respecto a los hombres, a quienes se les considera variados y diversos.
Así, por ejemplo, si una mujer gobierna mal o es corrupta, se suele cuestionar no sólo a esa mujer, ¡sino a todas! “¿Para eso querían el poder?“, se suelta con ligereza la pregunta. Sin embargo, después de Hitler, no se piensa que los hombres, así en lo general, jamás deberían volver a ocupar el poder.
No ser reconocidas en nuestra individualidad, suele representar, además, un peso enorme. Porque sabemos que no sólo se nos juzga a nosotras, con nombre y apellido, sino a todas. Ese peso no por invisible es irreal.
Pensemos, por ejemplo, en Kamala Harris, la primera mujer en ocupar la vicepresidencia de Estados Unidos. Para muchísimas personas (el imaginario colectivo), no sólo está a prueba una persona llamada Kamala -con sus cualidades, defectos, talentos, capacidades e incapacidades-, sino que son “las mujeres” y, por si fuera poco, “las mujeres afrodescendientes“.
Sin embargo, cuando Barack Obama ocupó la presidencia del vecino país, ese imaginario colectivo no pensaba que estaban a prueba “todos los hombres” y menos “todos los hombres afrodescendientes“.
Perder de vista la individualidad favorece el tipo de preguntas como la que me hizo el señor. Y, acaso, esperaba que yo respondiera, como dicta el estereotipo, que el día de su boda o el día en que se convirtió en madre.
Pero, honestamente, yo nunca respondería que mi boda. Estaba muy estresada. Menos diría que el nacimiento de mi primer hijo. Me dolía to-do. Pero puesta a elegir un día, uno solo, diría que una tarde jugando lotería campechana, en la mesa de mi cocina, los seis: mi esposo, mi hija, mi hijo y sus parejas. Esa tarde fue perfecta. Y recordarla me ilumina el corazón en lo días más nublados.
Y ya que entre al área del “honestamente“, es cierto que podría haber respondido el cuestionamiento del señor con mi pregunta: ¿Cuál mujer? Pero, me hubiera perdido la cara de sorpresa del señor; y, además, no mentí. Conozco a muchas mujeres políticas que afirman que “uno de los días más felices” de su vida fue cuando ganaron la elección.
Y esa respuesta entraña otra gran verdad. No tenemos “un solo día más feliz de nuestra vida” Ni las mujeres ni los hombres. Por fortuna, he de agregar, tenemos muchos días felices. Algunos inolvidables. Y pueden, o no, estar ligados a nuestra vida personal.