Abril para mí es triste. Aunque florea. Me llueve. Aunque hay un sol esplendoroso. Es un mes de contrastes.
Mi vida cambió en abril de un modo que jamás hubiera imaginado. No en abril de este año. Sino en un mes de abril de distintos años.
El 2 de abril de 2015, mi hijo Alejandro tomó un avión que lo llevaría a Estados Unidos para, junto con su esposa -ciudadana norteamericana y mexicana- probar suerte.
Me dejó el corazón apachurrado y grandes lecciones. Renunció a un buen empleo aquí, pero lo hizo sin pestañear porque no le hacía feliz. Se desprendió de todas las pertenecías que con mucho esfuerzo había adquirido. “Son sólo cosas, ma“, me dijo. Y se lanzó al vuelo con la osadía y la ilusión con la que vivió toda su vida.
En abril de 2016, ya con sus documentos en orden, comenzó a trabajar en una gran empresa de importaciones y exportaciones. Un trabajo que no se relacionaba en absoluto con su profesión (abogado) y su experiencia en derecho electoral. Pero la foto que nos envió el primer día de trabajo, mostrándonos su gafete, luce la sonrisa emocionada del niño que iba a la escuela por primera vez.
En abril de 2017 murió de un cáncer que devastó su cuerpo en meses, pero no pudo arrasar ni su osadía para probar los tratamientos que le propusieron; ni su capacidad de desprendimiento conforme hubo que soltar el cabello, las comidas, las comodidades; ni su enorme gusto por la vida a la que le exprimió hasta la última gota de gozo y felicidad que pudo darle.
En abril de 2019 sembramos un Maculí con sus cenizas. Y este año nos regaló las primeras flores. Lo hizo un 2 de abril. Exactamente seis años después de que hubiéramos despedido a Alex en un aeropuerto para vivir lo que sería su último tramo de vida. El más duro. Pero el más feliz también. Porque en las fotografías que tengo de su vida en Miami se ve más feliz que nunca.
Este abril también tuvimos que despedir a un amigo entrañable. El 17 murió nuestro amigo Harald, tras una delicada operación de colon. Harald, Cristy, Carlos y yo construimos una amistad que nos permitió viajar juntos, jugar dominó casi cada sábado y acompañarnos en momentos dolorosos. Luego formamos un grupo de seis, con Carmen y Benjamín, y ni la pandemia nos frenó, porque virtualmente seguimos reuniéndonos. Hasta que llegó el día de su operación.
Así que a mí en abril el sol me cobija poco, aunque sale cada mañana y se instala sin pudor todo el día.
En abril me llueve, aunque en realidad no caigan más que algunas gotas despistadas que olvidaron que su cita es en agosto.
En abril la tristeza se vuelve a sentar a los pies de mi cama, en la sala, en la cocina. A veces se me cuelga, y a duras penas llego a la regadera para comenzar mi día. A veces la percibo mirándome amorosamente mientras me ve apurada con algo doméstico. A veces se queda parada en la puerta de mi oficina y me deja cumplir con placer y energía todos mis compromisos de trabajo.
Pero a la menor oportunidad me abraza, pone una canción que me recuerda a mi hijo, o me muestra una foto donde la familia completa sonríe, o me para de golpe un sábado para decirme que no habrá reunión con amigos porque nos falta uno.
En abril me llueve. Pero este año, también me florea.