¿Cuál ha sido el reto más difícil que le ha tocado vivir?, me preguntó una joven en un foro de estudiantes de periodismo y mercadotecnia, al que fui invitada para compartir experiencias.
Una pregunta como esa obliga a mirar atrás con una brújula y cierta balanza; porque implica viajar al pasado, ubicar el cajón de “las cosas difíciles” y, una vez ahí, someterlas a la balanza para elegir una que, por las razones que sean, nos parezca la más difícil.
Pero la balanza puede ser un estorbo, porque algunas de esas experiencias nos dejaron tanto aprendizaje, tanta experiencia, que hoy las vemos con gratitud, y más que “una cosa difícil”, la recordamos como una gran oportunidad de crecimiento.
Iba a comenzar mi respuesta con esta idea de los obstáculos como oportunidades de crecimiento, cuando la joven agregó: “en el terreno personal”.
Y ahí cambió todo.
Para empezar, me cambió la cara. Mi abuela me decía que era “un libro abierto”, porque a veces las emociones me brincan a la cara antes de que mi pensamiento sea capaz de articular palabra.
Para seguir, me cambió la voz. Porque tenía clarísimo el terreno en el que me había colocado esa pregunta.
Tras dar un largo y hondo respiro, no pude ocultar mi emoción al responder: “Mi reto más difícil en lo personal ha sido sobrevivir a la muerte de mi hijo. Murió de cáncer hace cuatro años”.
Se hizo un silencio profundo, de esos que se hacen cuando aparece lo absolutamente inesperado. Y aproveché el silencio para abundar en mi respuesta. “No. Estoy equivocada. El reto más grande no fue sobrevivir a la muerte de mi hijo, sino sobrevivir con alegría; es decir, recuperar la alegría de vivir”.
Ahora puedo ver con claridad que, a veces, es parte de mi naturaleza. Es decir, mi cerebro produce sin mayor participación consciente de mi parte, la serotonina, dopamina y todas esas que se consideran las hormonas de la felicidad.
Pero, otras veces, debo hacer un esfuerzo real y consciente para atraer y sentar junto a mí a la alegría y la felicidad. Es decir, hago un esfuerzo para buscar y apreciar todas las “pequeñas cosas” que me pueden producir alegría; para abrazar todo aquello que me recuerda lo gozoso que es estar viva.
Mi aprendizaje en este rubro –concluí- es que en el duelo la tristeza llega sola, pero a la felicidad hay que convocarla y tratarla como a una reina cuando llega.
El silencio continuaba, pero esta vez era distinto. Casi podía sentir flotar en el ambiente el duelo de varias de esas personas jóvenes. Así que continué:
“Esta pandemia ha dejado a millones de personas con duelos, en medio de los cuales se preguntan, ¿cómo voy a sobrevivir a esto?
Pero la pregunta, en realidad, es más compleja. Porque vivir no es sobrevivir. Entonces, la pregunta es: ¿Cómo voy a vivir la vida con alegría después de esto?
Y, mi testimonio es que, el dolor no es opcional. El duelo duele. Vivir con alegría, sí es una opción, y hay que abrazarla como tablita en medio del naufragio”.
El foro se celebró hace ya varios meses, pero lo recuerdo hoy que estoy aferrada a mi tablita. Mi amado hijo cumpliría 35 años. Y hago un esfuerzo por no pensar en lo que pudo ser y no fue. Hago un esfuerzo por celebrar que un día nació y me cambió la vida. Y también hago un esfuerzo por recordarle sonriendo y feliz.