Mi padre se fue despacio y sin mayores aspavientos, como era él. Acaso por eso a menudo siento que no se ha ido, es sólo que no lo he visto. Es sólo que lo extraño.
Sin entrenamiento para los abrazos y las demostraciones de afecto, fue un hombre de familia, a la que puso en el centro de su vida. Recuerdo que buscaba siempre nuestra cercanía y hacía que estar en su compañía fuera grato y ameno. Platicábamos, jugábamos cartas, cantábamos.
Nació en una casa precaria, en una familia precaria. Mayor de dos hermanos, tuvo un padre que decidió no serlo. Así que creció formado por una madre fuerte que lo sacó adelante y supo alimentar sus sueños. Porque no con mucho más abandonó su natal Mérida para estudiar medicina en la capital del país.
Contaba que a menudo tenía que decidir si comía o se iba en camión de la escuela a su casa. Y su casa era, en realidad, una pequeña habitación que compartía con otros estudiantes yucatecos.
Acaso por eso conocía el valor y la importancia del dinero. Y eso en mi padre quiere decir que nunca fue ambicioso ni codicioso. Jamás lo escuché quejarse de falta de dinero ni jactarse de nada de lo que adquiría. Es decir, disfrutaba de lo que tenía, pero no se lamentaba si no lo tenía.
En cambio, apreciaba enormemente lo que la vida le regalaba. El mar, por ejemplo. Le encantaba todo de él, la brisa pegajosa, la arena entre sus pies, el sabor salado. Todo. Y nos regaló esa devoción a cada integrante de la familia, nietas y nietos incluidos.
De hecho, dos de mis recuerdos más preciados están relacionados con el mar.
Cada año íbamos de vacaciones a Mérida. El viaje por carretera desde la ciudad de México nos parecía, a mis hermanos y a mí, interminable. Para apaciguar insubordinaciones de los tres pequeñines que éramos, nos enseñó muchas canciones, unas más impropias -para nuestra edad- que otras; canciones que hasta la fecha cantamos como quien cuida la herencia; al punto que se la sabe hasta el bisnieto que no conoció.
“A mí me gusta el pinpiririnpinpín, de la botella el panpararanpanpán, con el pinpiririrnpinpín, con el panpararanpanpán, el que no beba vino será un animal, será un animal”.
Al llegar a Champotón anunciaba la tierra prometida: ¡Aquí detrás de esta curva está el mar! Y el aire pegajoso, el olor a sal inundaban los sentidos al tiempo que una luminosa mancha verde se desplegaba ante nuestros ojos.
Mi otro atesorado recuerdo es ver a mi padre caminar en la arena, de la mano de mi hijo de apenas dos años, para regalarle el mar. Lo hizo con todas sus nietas y nietos.
Amigo leal, tuvo muchas amistades que le duraron toda la vida. Con mi madre formó un grupo sólido de varias parejas que pasaron a formar parte de nuestras vidas como tías y tíos, y que nos legaron una serie de primas y primos con quienes hasta la fecha tenemos lazos de afecto.
Sus reuniones eran fiestas, porque jamás faltó una guitarra o dos, maracas y a veces bongós. Los boleros, la trova, en especial la yucateca, forma parte de nuestro ADN.
Aunque era un hombre tranquilo y sosegado, su muerte fue como un estruendo seco que dejó un hueco que hasta la fecha se palpa.
Mi padre fue un buen hombre. Murió hace 14 años, y yo lo extraño como si no se hubiera ido. Es sólo que no lo he visto.