¿Conocen al Grinch? Pues no me representa. Yo disfruto tanto esta época que, aunque en mi pedazo de mundo los 35 grados de calor habitual no permitan imaginar renos y un sonriente muñeco de nieve, mi casa está decorada desde noviembre (o antes). Tengo para ello una explicación.
Para empezar, toda la parafernalia navideña me encanta. Las luces, los adornos, los arbolitos, los abrazos, los buenos deseos, las renovadas intenciones, to-do.
No es casualidad. Tuve una esmerada educación al respecto. A mi madre le encanta la Navidad, y desde que tengo memoria decora su casa como si fuera la mismísima madre de Santa Claus.
De hecho, cada año, alguien de la familia (incluida yo) “separamos” algún adorno y le pedimos que lo deje por escrito en su testamento. Cosa que, por supuesto, le causa gracia e ignora, porque le daría un ataque sólo imaginar hacer un inventario de sus adornos navideños, ¡para heredarlos! Eso no sucederá.
Así pues, la Navidad es cosa seria en mi familia de origen. Y, por extensión lo es en la mía. Aunque, a juzgar por la decoración, yo podría ser algo así como la prima lejana de Santa, porque a mí me gusta más lo blanco y dorado que lo rojo y verde; y a la minuciosidad de mi madre yo he antepuesto un estilo más mesurado, por decirlo de algún modo.
Como sea, me encanta y me parece poco un mes para disfrutarla. Así que esa es la primera razón para que la Navidad entre a mi casa con un mes de anticipación.
La segunda razón es que decorar lleva tiempo y trabajo. Y francamente, me parece que el esfuerzo merece más tiempo de lucimiento.
Con todo, la tercera razón es la que tiene más peso.
Cuando mi hijo Alex fue diagnosticado con cáncer, toda la idea del tiempo se volvió muy relativa. Literalmente. Lo único claro eran el día y la noche, y eso porque el sol y la luna llegaban puntualmente a su cita en ese juego de relevos acompasado como trenes suizos.
Todo lo demás era un misterio. Con enorme frecuencia no sabíamos si era jueves o domingo. No sabíamos tampoco gran cosa de horas. Si teníamos hambre comíamos. No sabíamos y no importaba. Aprendimos a movernos en ese misterio como río que fluye por su cauce.
Y las veces que no había que ir al hospital, que no había quimioterapias ni nauseas ni dolor ni malestar, comíamos en familia, veíamos películas, jugábamos cartas. Y cada día de esos fue para mí Día de Navidad.
Porque, al final, la Navidad es la oportunidad de convivir, de agradecer, de abrazar, de celebrar lo celebrable, de perdonar lo perdonable y, a veces, también lo que alguna vez creímos imperdonable. Es, en fin, una fecha señalada para darle espacio al amor sin regateos.
Así que, en ese duro trecho de nuestra vida, aprendí que cualquier día puede ser Navidad. Lo declare el calendario o no, basta que lo convoquemos, en voz alta o sólo con el corazón.
Ahora celebro Navidad muchas veces al año. Y decoro de Navidad mi casa un mes (o dos) antes de la fecha socialmente acordada.
Total, yo ya sé que Navidad puede ser un día cualquiera, basta que el amor se siente a la mesa y nos abrace como si no hubiera mañana.
¡Feliz Navidad!
22/CL