A nadie le gusta. Lo evadimos; si llega, lo ignoramos deliberadamente; si lo vemos de reojo, miramos a otro lado; si demanda nuestra atención nos ocupamos en mil deberes. Es un indeseable. Pero es, también, inevitable. El dolor por las pérdidas es así.
En estos días he dado varias entrevistas a propósito de la presentación de mi libro: Claves para atravesar la tormenta (Mis aprendizajes para vivir el duelo), disponible gratuitamente en versión digital en todos los portales de libros electrónicos como Amazon, Google books, Gandhi, entre otros.
Las preguntas, las reflexiones ha girado alrededor de dos temas que, además, son los centrales en esta pandemia: las pérdidas y el dolor.
Mi definición de una pérdida es dejar de tener en nuestra vida a alguien o algo que amamos, o que tenía un valor especial, particularmente un valor emocional, o que era particularmente importante en nuestras vidas.
Puede que sea una definición incompleta y por supuesto no es académica, pero a mí me da una buena idea de lo que es una pérdida y porqué causa dolor.
No es perder las llaves de la casa, tener que cambiar la cerradura y mandar a hacer unas nuevas. Es perder nuestra casa (así sea porque nos vamos a otra mejor), y sentir dolor porque en esa que dejamos vivimos situaciones que son particularmente entrañables.
Es perder la salud y el bienestar de manera importante por largo tiempo, o para siempre. Es perder un amor al que le entregamos alma, vida y corazón, y que creíamos que era para siempre. Es perder a una mascota que fielmente nos acompañó durante largos años. Es perder a un ser que se ama profundamente porque murió.
Las pérdidas duelen profundamente. Por eso en nuestro idioma le hemos llamado duelo a ese proceso.
Y duelen muchas cosas: duele el cierre de una historia, duele lo no vivido pero soñado, duele el “nunca más”, duele el corazón, la espalda, las manos…
El duelo es como un naufragio en medio de una tormenta. Y en ese escenario encontré al menos tres grandes problemas.
El primero es que el dolor es indeseable. No es estético, es más bien desaseado. A mí se me ponen los ojos y la nariz roja, y si traigo maquillaje el desastre es como de mala pintura surrealista. Tampoco es elegante como una sonrisa, ni agradable como la risa. Es como una mueca y es ruidoso.
El asunto es que el dolor por la pérdida es inevitable. Y, aun sabiéndolo, hemos decidido ignorarlo.
Así que el segundo gran problema radica en que, cuando sentimos dolor, lo tapamos, a menudo con enojo y, entonces, vamos por la vida como rinocerontes en cristalería, rompiendo otras cosas valiosas en nuestras vidas; o con exceso de ocupaciones, que nos aíslan de nuestras emociones, mientras esperamos que el dicho social se cumpla: “el tiempo todo lo cura”.
Ahí radica el tercer problema. Nuestra cultura y sociedad repite una mentira o una verdad a medias. Ni el duelo es una enfermedad, ni el tiempo lo cura todo, al menos no solo el paso del tiempo. Y la repite al tiempo que alaba la fortaleza, el estoicismo. Pero lo hace porque en el fondo nadie quiere sentir dolor. Ni el suyo ni el de otras personas.
Entonces, con frecuencia, acumulamos tormentas o nos quedamos en una.
Pero hay modo de llegar a la playa, yo aprendí que se llega a tierra firme. No es el atajo. Es el camino largo. De eso le cuento en la siguiente entrega.