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Escribir

Alguna vez escribí que si, por desventuras de la vida, tuviera que huir, entre lo poquísimo que pudiera llevarme elegiría un cuaderno y una pluma. Ahora sé que eso no es una extravagancia, sino que pertenezco a la estirpe de quienes nos sentimos a salvo con la palabra escrita.

Acabo de terminar de leer El infinito en un junco, de la escritora española Irene Vallejo. Se trata de un ensayo sobre la invención de los libros que, además de ser una joya de erudición, está divinamente escrito.

Ahí me di cuenta de que para mí escribir es un elemento insustituible para vivir.

Por ejemplo, puedo identificarme con las mujeres griegas de la Antigüedad que, contra todas las costumbres y reglas y obstáculos y burlas por hacer algo reservado a los hombres, escribían. Irene Vallejo tiene noticia cierta de una veintena.

Puedo comprender a Nico Rost, un traductor holandés de literatura alemana que durante la Segunda Guerra Mundial fue a parar a uno de los campos de concentración nazis, y no sólo conseguía pedazos de papel con grandes dificultades, sino que formó un círculo de lectura clandestino en el que se comentaban libros que los presos recordaban y citaban de memoria.

Nico Rost uso la escritura para sobrevivir. En los retazos de papel que escondía, escribió: “Quien habla del hambre acaba teniendo hambre. Y los que hablan de muerte son los primeros que mueren. Vitamina L (literatura) y F (futuro) me parecen las mejores provisiones”.

Irene Vallejo narra que, entre los integrantes de ese club de lectura, dos presos estaban escribiendo libros en su mente. Uno de esos era un cuento infantil para aquellas niñas y niños que crecerían entre ruinas.

Escribir como un acto de fe, como una declaración de esperanza es algo que también hicieron mujeres rusas prisioneras en el perpetuo invierno del gulag soviético.

En esos helados confines nació Galia Safónovna, hija de una prestigiada epidemióloga que fue condenada a trabajos forzados por no delatar a un compañero de laboratorio.

Pese a la prohibición de escribir más allá de dos cartas al año, y las carencias de papeles y lápices, las prisioneras fabricaron a escondidas cuentos ilustrados para que esa niña supiera que existía algo más que esa prisión. Yo puedo identificarme con esas mujeres.

A partir de las entrevistas a mujeres que sobrevivieron al gulag, realizadas por Monika Zgustova y publicadas en su libro Vestidas para un baile en la nieve, Irene Vallejo escribe: “Por esa razón llevamos libros con nosotros -o dentro de nosotros- a todas partes; también a los territorios del espanto, como eficaces botiquines contra la desesperanza”.

Yo agregaría que también por eso escribimos quienes escribimos. Porque acaso la búsqueda de las palabras que precisamos pueden ser un asidero cuando todo se está derrumbando.

Sé bien que leer y escribir van de la mano. Pero puesta a elegir me quedo con la necesidad de escribir. Acaso por eso lo primero que metí a la maleta cuando fui a acompañar a mi hijo al hospital en lo que entonces no sabía que sería el último año de su vida, fuera un cuaderno. Acaso por eso siempre llevo una libreta y un par de plumas en mi bolsa.  Acaso por eso escribo esta columna. Acaso por eso, cuando pienso en lo que necesitaría o me gustaría hacer antes de morir, pienso siempre en escribir.

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Firma Cecilia Lavalle
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