Aún no amanece. Es esa hora en la que, como una promesa, se asoma el nuevo día, pero apenas como un anuncio. Me encanta la puesta en escena. Me abrazo y me digo ¡Feliz cumpleaños!
En efecto, lo primero que hago este día en que cumplo 63 años es mirar el amanecer, preparar un café y sentarme a escribir. Una gran manera de celebrar, ¿no cree?
Escribo artículos hace 30 años. Es decir, casi la mitad de mi vida. Algunas veces con la constancia de quien construye su casa y, otras, con la de quien camina en la playa y se detiene a mirar un poco por aquí y a recoger un caracolito por allá.
Escribo para compartir mis ideas, mis reflexiones, mis experiencias; para reír, enojarme o llorar con quienes, imagino, están al otro de la mesa, y me “escuchan” paciente y amorosamente.
Escribo también para mí, en cuadernos; lo mismo para no olvidar acontecimientos que me son importantes, que para acomodar sentimientos y emociones que dan vueltas en mi corazón y no me dejan en paz hasta encontrar su casa en mis letras.
Es un regalo. Vivir, desde luego. Pero poder escribir lo que vivo, también.
Soy una mujer en un lugar, un tiempo y un espacio en el que serlo implica desafíos y riesgos; pero también oportunidades con las que mis ancestras sólo soñaron.
Pertenezco a una generación que ha tenido sitio en primera fila para ver y adaptarse a las innovaciones tecnológicas.
Pasé de utilizar un mimeógrafo mecánico (el bisabuelo de una fotocopiadora) al Internet. De los discos de vinilo de 45 revoluciones a Spotify. De los teléfonos de disco a los celulares que sirven para mil cosas, incluso para hacer llamadas telefónicas.
Y también pertenezco a una generación de mujeres que ha atestiguado y participado en muchas innovaciones éticas y morales para las mujeres.
Vi a mi abuela abrirse camino a duras penas como una mujer divorciada que se decía viuda, porque eso no la desprestigiaba en la sociedad de su tiempo.
Vi a mi madre, pedirnos permiso -hija e hijos incluidos- para trabajar fuera de casa, porque estaba deprimida.
¿Cuál depresión? Esa que ahogaba a millones de mujeres, y que Betty Friedan llamó “el problema sin nombre”, que conceptualizó lo suficiente para explicar que eran las exigencias legales, sociales y culturales que impedían que una mujer buscara realización fuera de casa.
Con ironía decía: ¿Quién no puede sentirse realizada mientras friega el piso de la cocina o lava la estufa?
Y yo fui a la Universidad, encontré respuestas y una nueva ética y moral en el feminismo.
Las desigualdades por ser mujer a veces me aplastaron; pero el feminismo espera a que estés lista, porque una vez que entras por esa puerta no hay marcha atrás. Pasé de ser rebelde sin causa a ser rebelde con causa.
Orgullosamente feminista fui transformando mis condiciones personales y, desde mi trabajo como periodista y capacitadora, he apoyado o contribuido al cambio de las condiciones y posiciones sociales de otras mujeres.
Forjé alas en mi hija, al punto que vuela -metafórica y literalmente- más lejos y mejor de lo que ninguna de sus ancestras lo hizo.
Así que estoy feliz de amanecer con este día. Feliz de comenzarlo escribiendo. Feliz de ser lo que soy y hacer lo que hago. Feliz de compartirlo con usted. ¡Feliz cumpleaños a mí!