Mi maestra Marcela Lagarde sostiene que “humanas” es una palabra hermosa. Y sí lo es, aunque a muchos les suene inútil.
“¡No se necesita duplicar!”, me interrumpió un profesor en una conferencia, cuando hablé de los derechos de las humanas y los humanos. “¡Son derechos humanos y ya!”, dijo molesto el señor.
Entiendo que le moleste y le parezca innecesario. Porque históricamente las mujeres no fuimos consideradas humanas. Al menos no al mismo nivel que los humanos. Hombres, por si hiciera falta aclarar.
Aristóteles, por ejemplo, sostenía en el siglo IV a.C. que la naturaleza sólo hacía mujeres cuando no podía hacer hombres. La mujer por tanto, concluyó este señor que se considera un sabio, es un hombre inferior.
Conforme avanzó la historia nos fue peor. Durante muchos siglos se nos consideró “hijas de Eva”, y en el Génesis este personaje salió perdiendo.
Para empezar, quienes escribieron el texto decidieron que Eva no sería un original, sino una copia. Sería “hecha” de una costilla del protagonista. Y, para terminar, Eva sería la mala de la historia.
Así que cuando a fines del siglo XVIII empezó a hablarse de “derechos”, de “ciudadanía”, se les hizo fácil dejarnos fuera. Lo que hoy conocemos como derechos humanos nació con la exclusión deliberada de las mujeres. (Dicho sea de paso, en ese momento también comenzó la historia del feminismo, de las acciones por la igualdad).
De modo que dejar por escrito y en letra grande la humanidad de las mujeres, no fue poca cosa.
Corría el año de 1948. Apenas salíamos del asombro de todo lo que se vivió en la Segunda Guerra Mundial. En ese contexto se decidió formar la Organización de las Naciones Unidas y escribir un documento con nuevas reglas de convivencia social. Se iba a llamar: “Declaración Universal de los Derechos del Hombre”.
¡Nomás faltaba!, supongo que pensaron un grupo de mujeres que, como sufragistas que fueron, sabían bien que sin nombrarnos nos quedaríamos fuera de los derechos, una vez más. Así que pusieron manos a la obra. Apostaron su trabajo, esfuerzo, prestigio político y capacidad de cabildeo.
Encabezadas por Eleanor Roosevelt, entre ellas estaban: Hansa Mehta (India), Virginia Gildersleeves (E.U.), Amalia Castillo (México), Minerva Bernardino (Dominicana), Bertha Lutz (Brasil) y Wu Yi Tang (China).
Tuvieron éxito. El 10 de diciembre de 1948, se publicó la “Declaración Universal de los Derechos Humanos”. Y, además, consiguieron que el artículo 2 señalara que: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo…” Por primera vez, se explicitaba que el sexo no era motivo de discriminación. Un logro mayúsculo.
Ahí comenzamos a ser explícitamente consideradas parte de la humanidad; aunque todavía habrían de pasar varias décadas para que, por ejemplo, vivir sin violencia en el hogar fuera considerado un derecho humano.
Así que “humana” no sólo es una bella palabra, sino que tiene un significado profundo.
“Tiene razón, le contesté al profesor. ¿Para qué duplicar el lenguaje? Desde este momento hablaré del derecho de las personas. Así pues, diré humanas, porque ‘personas’ es una palabra femenina, se dice ‘las personas’, ¿cierto?”.
Al profesor no le hizo ninguna gracia. Pero yo casi puedo apostar que vi sonreír a Eleanor Roosevelt.