No me lea hoy si busca algo para distraerse.
No me lea si desea leer algo trivial, o para pasar el rato.
No me lea, tampoco, si busca algo para reflexionar, o algo interesante.
Hoy no tengo nada que decir. Nada que parezca medianamente importante.
Tampoco se me ocurre nada que pudiera ser divertido y le deje el alma con un buen sabor.
Y es que hoy mi sabor es entre salado y amargo. Y mi cabeza da vueltas por las cosas que me suelen importar, pero no se queda en ninguna por mucho tiempo. Es más, a veces pasa de largo en un tema como si nunca me hubiese importado.
Mi hijo Alejandro cumple dos años de haber fallecido de cáncer.
Cuando alguien muere de esa enfermedad, algunas personas dicen: “perdió la batalla contra el cáncer”. Y a mí me molesta esa frase. No porque no sea una batalla. En mi experiencia lo es. Y es devastadora. Como todas las batallas.
Pero la frase implica que esa persona fue derrotada. Como si no hubiera hecho lo suficiente o lo necesario.
Y con mi hijo aprendí que querer vivir, a veces no es ni remotamente suficiente. Que soportar cada milímetro de indicación médica, no basta. Que ni todos los deseos ni todo el amor ni todos los cuidados ni todas las oraciones a Dioses y Diosas de todas las creencias alcanzan.
Hay enfermedades que llegan por sorpresa, como una pesadilla, y cuando despiertas se han llevado parte de tu corazón sin miramientos.
Nuestro amado Alejandro murió hace dos años tras un durísimo tratamiento que no pudo, ni por asomo, detener un cáncer que apareció en su vida ocho meses antes.
La vida de mi familia dio un vuelco inesperado. Ni en mis peores fantasías catastróficas imaginé tener que acompañar a mi hijo en sus mejores 30 años por un camino de infierno y despedirme de él en una cama de hospital a las 9:45 de la noche.
Desde entonces mi vida tiene un antes y un después.
No es que no hubiese tenido parteaguas. Tengo varios. Ser madre es uno de ellos. Y uno muy grande. Pero quedar deshijada es uno enorme.
Aunque mi vida esté llena de actividades, intereses, pasiones diversas mucho más allá de ser madre, la muerte de Alex marcó un antes y un después. No como un reloj que se haya detenido. Sino como un cambio de época.
Acaso por eso hay veces que tras mirar una foto o que Face me recuerde algún evento, me parece que eso sucedió en otra vida, en otro tiempo, en otra dimensión, aunque la imagen me remita apenas cinco años atrás.
Y acaso también por eso, a veces me parezca que han pasado muchos años desde que murió. Y otras, se me figure que fue ayer.
El dolor no es la medida. Duele siempre. A veces más. A veces menos. Es que sin Alex el tiempo se volvió elástico. Como una liga. Se estira y se acorta a capricho.
La ausencia de mi hijo me pesa, me rompe, me duele. No siempre igual. A veces más, como cuando extraño su risa, su ironía; o cuando veo su letra en algún papel, o escucho una canción que le gustaba, o cuando me doy perfecta cuenta de que no está ni estará nunca más para jugar lotería campechana un domingo familiar.
O como en estas fechas en las que el calendario marca que han transcurrido dos años desde que murió.
Por eso le pedía que no me leyera. Hoy no tengo nada sino mi inmenso dolor.
Pero si contra toda advertencia llegó hasta este renglón, entonces abráceme. No me diga nada. Sólo abráceme.