No por esperada, la muerte de una persona a quien quieres, duele menos. Yo esperaba la muerte de María Elena desde que nos dijo que tenía cáncer. Y aun así me duele su muerte como si se hubiera ido de imprevisto.
Recuerdo que nos lo contó como quien relata una gran contrariedad a la que hay que ponerle un alto. Y, claro, ella estaba dispuesta a ponerlo. Así era “la Chapa”, como cariñosamente le llamábamos.
Dice Tere Hevia que Chapa era de las que no esperaba que la vida le pasara por encima; ella la dirigía. Y, en efecto, para no variar, ella comenzó a dirigir todo lo que estuvo en sus manos.
Para empezar, le dijo a medio mundo que tenía cáncer. Y lo anunció, como otras veces nos dio a conocer que ya había interpuesto un juicio contra tal o cual porque “no acaban de creerse la igualdad estos…”
Acto seguido, aceptó las brutales dosis de quimios con la dignidad de una reina. Nada de caras largas. Nada de facha de enferma. ¡Qué va! Si no hubiera sido porque en las fotos que nos enviaba se veía toda la escenografía, nadie hubiera creído que esa mujer con un elegante caftán, collar de perlas al cuello y labios pintados de rojo, estaba en plena quimioterapia.
Perdió todo su cabello, pero rara vez usó un turbante. Sólo si tenía frío. En las conferencias que siguió impartiendo, las reuniones de trabajo y los muchos homenajes que recibió, lució su cabeza calva con absoluto desparpajo.
Así era nuestra Chapa. Porque María Elena Chapa era –es- toda una institución en la política mexicana. Pero tuvo esa cualidad que permitió que incontables la hiciéramos nuestra, en lo particular, en lo personal.
Muchas compañeras de Mujeres en Plural, la red que ella contribuyó a formar, recuerdan anécdotas que describen a “su” Chapa: la que la acompañó a comprar un vestido o un collar, la que hospedó y para quien cocinó como si fuera la presidenta de la República, la recién llegada a la que trató como si hubiesen sido amigas de toda la vida…
Y es a esa, a nuestra Chapa, a la que lloramos.
Mi Chapa me trató siempre como a una igual. Y ella era una de las grandes. Cuando yo la conocí, ella ya formaba parte de la Historia –así, con mayúsculas- de las acciones por los derechos políticos de las mujeres en México. Pero jamás me hizo sentir su estatura política. Es más, me trató como si hubiéramos estado juntas en la primera fila.
Mi Chapa me abrió la puerta para que yo conociera a Amelia Valcárcel, una de las maestras feministas que más admiro. Y no sólo la conocí y la entreviste y escuché sus reflexiones; sino que, junto con otras, comimos y cenamos y reímos, más de una vez.
Mi Chapa recordaba mi cumpleaños, me enviaba libros o collares. Le encantaban los collares. Y no soy la única que guarda como un tesoro algún collar que ella regaló.
Mi Chapa me enseñó que a la vida como a la muerte hay que verlas a la cara. Y cuando las veamos, es mejor que llevemos puesto un hermoso collar y los labios pintados de rojo.
Dice Mariana Niembro que mujeres grandes, como la Chapa, no se van nunca, porque su legado abraza a muchas generaciones.
Dice bien. Pero yo me siento descobijada sin mi Chapa; esa que ahora mismo estaría regañando a más de una, porque hay mucho que hacer y nosotras estamos aquí nomás llorando.
Adiós mi Chapa. ¡Gracias por tanto!