Me mira con cierta sorpresa cuando le digo: “Cuentas conmigo para quejarte, decir que te sientes harta, que ya no puedes más”. Y luego me abraza como si hubiera encontrado un oasis.
Mi amiga acaba de empezar a ser mamá. Tras años de intentarlo (fertilizaciones in vitro incluidas), sufrir varios abortos (y vivir sus respectivos duelos), acaba de adoptar una niña. Y me lo cuenta con el rostro iluminado.
He llegado a un acuerdo con ella, me dice: si ella no llora yo no lloro. Y fue en ese momento en el que dije lo que le dije.
Ser mamá te cambia la vida. Para bien y para mal. Lo que sucede es que nadie te habla de el “para mal” y, lo que es peor, la cultura, la sociedad en general, te harán sentir que eres mala malísima si te atreves a manifestar algún sentimiento de malestar.
Yo recuerdo que cuando fui madre por primera vez me sentía fatal. Para empezar todo me dolía, amamantar fue una pesadilla, porque nadie me enseñó cómo hacerlo. Se partió del supuesto de que yo, sólo por ser mujer, sabría, y yo supuse que el bebé sabría. Nadie me avisó que dolían los pezones, que se podrían agrietar, sangrar.
Nadie, tampoco, me advirtió que me sentiría inhumanamente cansada, que dormir bien se volvería una excepción ¡por años!, que añoraría como si estuviera presa, un buen baño, una salida con mis amigas, una hora de paz y silencio.
Y, cuando en una ocasión tuve la osadía de expresar una milésima parte de lo que estaba sintiendo, me llovió una andanada de comentarios respecto a lo maravilloso que era ser madre, que cerraron con la frase “una vez que tienes a tu bebé en brazos todo se olvida”.
Recuerdo que alcancé a decir: Una cosa es que literalmente valga la pena y otra distinta que se te olvide. Y recuerdo también que lo que me abrazo fue un sentimiento de enorme culpa que me pesó como fardo por años. Definitiva e irremediablemente era una mala madre.
El feminismo me salvó. Me permitió entender que nos forman para que ser madre sea un destino manifiesto, que la “inoculación” del sacrificio y la abnegación vienen en esa misma caja y que cualquiera que no se adapte al cien por ciento (es decir todas) sentirán culpa, con lo que el círculo vicioso se cierra.
En la actualidad muchas jóvenes han ido cuestionando y deconstruyendo el mito de lo que es ser buena madre, incluso hay un Club de Malasmadres fundado por Laura Baena, en la que muchas mujeres comparten su visión y se reivindica un nuevo modelo social de madre. En su página de YouTube se lee: “es una comunidad emocional 3.0 de madres con mucho sueño, poco tiempo, alergia a la ñoñería, con ganas de cambiar el mundo”.
Pero aún el modelo tradicional goza de cabal salud y supongo que, para madres como mi amiga, la sola idea de quejarse implica una culpa mayor.
Abracé a mi amiga y, al hacerlo, pensé también en mi querida sobrina Carolina, quien recién parió a Matías del que habla como “el amor de mi vida”.
Para ambas y para cualquier mujer que sea madre sostengo lo que ahora sé: ser madre puede ser una maravilla, pero tiene sus pesadillas. Y lamentarse, quejarse, olvidarse del modelo “buena madre”, asumir la corresponsabilidad con la pareja, pertenecer al Club de Malasmadres o a otro que comprenda con empatía y desbarate la culpa cuando ose aparecer, es la mejor forma de ser mamá.
23/CL