A cierta edad ya se puede hacer un inventario de pérdidas. Acaso incluso podríamos jerarquizarlas. Aunque sería ocioso, entre otras razones porque se suelen extrañar sin el orden que podríamos haberles dado. Yo, por ejemplo, ahora mismo extraño algunos libros.
Hace un año mi casa se inundó por lo que, en mi opinión, es la tormenta perfecta. A saber:
Un mal clima, obra pública mal planeada y negligencia gubernamental que cumple a medias o no cumple con su trabajo.
En aquella ocasión un metro de agua permaneció en el interior de mi hogar por diez horas. Y de mis pérdidas lo que más me dolió fueron mis libros y mis diarios. Durante dos días, a lágrima viva, tiré bolsas y bolsas de papel mojado: cuadernos, libros y más libros imposibles de conservar.
Y, he aquí lo que he descubierto. Las pérdidas tienen “vida propia”.
Por ejemplo, para el primer centenario del nacimiento de Rosario Castellanos, recordé un pequeño libro que contenía una recopilación de sus artículos periodísticos.
En mi oficina volví la mirada, casi instintivamente, al lugar que ocupaba ese librito que me acompañó desde que estudié periodismo en la Universidad. Y, al no encontrarlo, regresó el sentimiento de pérdida.
Cierto es que ahora tengo una recopilación exhaustiva y extraordinaria realizada por Andrea H. Reyes, que conservo en formato electrónico. Pero cierto es también, que no es mi librito.
Lo mismo me pasó con Entrevista con la historia, de Orianna Fallaci. Una recopilación de entrevistas a personajes que por tino o desatino pasaron a la historia, hechas por la primera mujer que fue corresponsal de guerra en Italia.
De Oriana me encantaba la valentía y sagacidad para hacer preguntas incomodas a personas poderosas; la mirada aguda para develar importantes detalles a partir de lo que observaba; el aparente desenfado para preguntar trivialidades que podían pintar de cuerpo entero a alguien; y el armado final de la conversación, con sus impresiones personales, a veces cargadas de sarcasmo.
Lo busqué en “su lugar” cuando supe que se celebraba el aniversario de su nacimiento y casi volví a llorar su pérdida.
Descubro entonces que las cosas perdidas tienen halo propio. Acaso como las personas. Y no las perdemos del todo. Algo de ellas se queda en alguna parte de nuestro interior. Dejan una especie de huella que puede permanecer ahí como una pintura rupestre, sin hacer ruido, ocultas. Hasta que alguna luz se enciende.
Y, cuando eso sucede, parece que el cerebro conoce mejor la ruta del pasado que la del presente, porque acude presuroso al archivo y saca la información previa a la pérdida. Entonces, se prende una especie de piloto automático que nos dirige al lugar en el que estaba ese objeto, y la pérdida se hace presente de nuevo. Es como si lo volviéramos a perder.
Y no importa si es algo que podamos recuperar o sustituir, incluso por algo mejor. La pérdida regresa con su halo y el sentimiento que provocó. Temporalmente. Porque al quitarle la luz volverá a quedarse “dormida”, hasta que algo nos la vuelva a recordar.
Aceptación se nos aconseja hoy en día ante los sucesos de la vida. Y, sí, conscientemente se aceptan y nos adaptamos a las pérdidas. Pequeñas o grandes. Pero, al parecer, el inconsciente se niega. Así que, infiero, también habrá que adaptarse a eso.