“Sabia virtud de conocer el tiempo”. Así comienza el poema del escritor y periodista Renato Leduc, que luego José José inmortalizara en una canción. Al margen de lo que dice el resto del poema, la verdad es que hace relativamente poco tuvo sentido esa frase para mí. Y recientemente me quedó clarísima.
No sé si pueda considerarla una virtud, pero sí qué es útil conocer el tiempo, aunque lo preciso sería decirlo en plural y con adjetivo posesivo: mis tiempos.
Ya sabemos que, en el afán de controlar, calcular y hacer planes, seres humanos de otros tiempos inventaron los calendarios. En el calendario maya, el nuevo año comenzaba en julio. El calendario occidental -ajustado en función del capricho de uno que otro emperador romano o un Papa- comienza en enero. Y el chino comienza en febrero.
Lo cierto es que el tiempo debe reírse de nuestro afán y, acaso sólo por eso, lo sabio es adaptarnos, lo mejor posible, a lo que nos marca la vida a cada paso.
Por ejemplo, para mí el año acaba de comenzar. Y no es que me pareciera mejor seguir los ritmos del año del Conejo de Agua, es que simplemente mis tiempos no le pudieron seguir el ritmo al calendario occidental.
Le cuento: Después de unas merecidas y maravillosas vacaciones, regresé a casa enferma. Nada inusual. Una infección respiratoria de esas que habitaron los cuerpos de medio mundo –literalmente-.
Para efectos prácticos, da igual que le llamen bronquitis, traqueítis, alguna cepa cada vez menos pronunciable de COVID, influenza o que, para facilitar la vida, simplemente la cataloguen dentro del vago e impreciso sustantivo “infección respiratoria”.
El punto es que a mí me tuvo en el acotamiento del camino de la vida alrededor de un mes. Primero con una tos terrible y dolor de garganta, luego con una gripa que iba y venía a su antojo, y un desgano general que, ese sí, se quedaba conmigo todo el día.
En síntesis, mi cuerpo me obligó a estar en reposo, tomar mucho líquido y guardar silencio.
Apenas comienzo a volver al carril. Me voy sintiendo como mariposa que sale del capullo: un poco entumida por el tiempo de encierro, pero ya muy dispuesta a emprender vuelo.
Comienzo, por ejemplo, a disfrutar los milagros cotidianos: el sol –aún escurridizo-, algunas flores que asoman la cabeza para averiguar si ya llegó su tiempo, la risa de mi madre y de mi hija que mejoran cualquier mal tiempo, y los encuentros con amistades con las que el tiempo es tan grato que vuela.
También empiezo a redescubrir el placer de leer y de escribir. Y lo primero que hago en este año que recién estreno es escribir esta columna, que se parece mucho a una conversación frente a un buen café. Conversación que, dicho sea de paso, comenzó un enero del año 2000.
¡Estas letras, pues, marcan el inicio de mi nuevo año!
Confieso que lo estreno con emoción, con alegría, con optimismo y esperanza (aunque sé que muchas veces tendré que sostenerlas contra viento y marea). Pero sobre todo estreno mi año con la decisión de ser más receptiva para reconocer mis tiempos.
Así pues, le abrazo. Que su año -haya comenzado ya o esté esperando un mejor tiempo- sea gratamente generoso con usted.
23/CL