Todos los días pueden ser cualquier día, ¿cierto? Medir el tiempo es un invento humano. Y, entiendo la necesidad y la importancia. A veces. Otras, realmente me parece un estorbo.
A la tristeza, por ejemplo, no le viene bien esa medición.
En principio porque le importa un bledo. Cuando llega, nubla casi todo lo que toca, así que da igual si es primavera, verano o invierno; si se vive en el trópico o en el polo; si hay sol o luna.
Y luego, porque cuando el calendario marca fechas específicas, la tristeza entra por la puerta, exige mucha atención y se comporta con una pedantería que nadie la aguanta.
Esa ha sido mi experiencia desde que murió mi hijo Alejandro (ya sabe, de cáncer, a los 31 años).
Muchos días son grises, aunque el sol haya salido como rey de cuento de hadas. Pero cuando la tristeza se aparece como la Málefica de la Cenicienta es en esos días marcados en el calendario para celebrar –como Navidad- o en fechas que representan un parte aguas y también se han quedado grabadas en el calendario –como el día en que murió-.
Por eso digo que esa manía de medir el tiempo, a veces es un estorbo.
Sin embargo, el calendario también nos puede recordar momentos felices. Y he aprendido que cuando se vive un duelo, la tristeza llega sola, pero a la felicidad hay que invitarla formalmente y procurarla como una invitada de honor.
Hace unos días hubiera sido el cumpleaños número 33 de mi hijo. Y tras mucho meditar, decidí que hay suficientes fechas para que la tristeza se instale como para concederla esta también.
Sin mucha planeación, mi esposo y yo hicimos nuestro mejor esfuerzo por dedicarnos ese día a agradecer. Agradecer que hubiera llegado a nuestras vidas.
No fue fácil no cederle terreno a la tristeza. Carlos y yo nos pasamos el día respirando profundo y caminando el día como quien sube una montaña con una maleta a cuestas.
Pero a la noche, junto con Talía -nuestra hija- y Luis –nuestro yerno- cenamos pizzas (la comida favorita de Alex) y a sugerencia de Carlos vimos fotografías de la infancia de Alex. Eso cambió todo.
Pude ver, a través de las imágenes, que mi niño fue feliz. No es que no lo supiera. Es que no lo había apreciado como lo hice esta vez.
Foto tras foto vi sonrisas, carcajadas, emoción, sorpresa, entusiasmo, gusto por la vida.
Fotos de su primer día de escuela. Impecable (cosa que nunca duraba mucho), con una sonrisa de “voy a comerme al mundo” (como de hecho a su manera lo hizo).
Fotos con sus amigos, algunos de los cuales literalmente le duraron toda la vida. Los abraza y sonríe (como de hecho lo hizo muchas veces, aun al final de sus días).
Fotos donde tolera mi abrazo apretado con cara de “¿y cuánto va a durar esto?” Yo bromeaba con él y le pedía “abrazos de dos brazos”.
Fotos con su padre, brincando en una alberca o jugando bajo la lluvia (le encantaba el agua) o dibujando o leyendo.
Fotos con su hermana, mirándola con curiosidad o haciéndole un guiño cariñoso que incluía fruncir la nariz.
Fotos dando una mordida a su pastel, con su primo, con su abuelo, con sus abuelas, con su bisabuela, con sus primas. Sonrisas, sonrisas, sonrisas.
Cuando terminó el día sentí una genuina felicidad.
Sí, Alex llegó un día cualquiera, pero nunca volvieron a ser iguales los días. Cambió nuestras vidas para siempre. Y lo hizo para bien.